
Me pasé todo el primer confinamiento refunfuñando entre dientes cada vez que oía alguna de las variantes de lo de aprovechar esta oportunidad para cambiar las cosas. Durante lo peor del confinamiento yo no quería pensar en cambiar nada. Solo quería que pasara. Poder volver de alguna forma a donde lo dejamos.
Pero ahora, que parece que ya vuelve esa normalidad, me sorprendo pensando: ¿ya está? ¿Esto ha sido todo? ¿Volvemos a hacer lo mismo de antes y ya?
Después de dos años quedándome en casa porque ahí fuera estaba muriéndose gente como para llenar pabellones enteros, los humos con los que me recorría Londres, la relevancia de un proyecto o los detalles de un plan de fin de semana parecen desde aquí una performance extraña. Una especie de baile que salía cada día a ejecutar y que ahora me hace preguntarme «pero ¿por qué?».
Entrenamiento
Me acuerdo de mis días del rugby. Aparte de todo lo bueno que me dio a nivel físico y de disciplina, el recuerdo de mis años de rugby es el de otra gran performance. Ya en la pretemporada empezaba a decir cosas como «esta temporada quiero estar bien fisicamente». A lo mejor incluso mentaba a ese chaval que me estaba quitando el puesto como si el Marca fuese a quejarse el lunes por mi suplencia. En los partidos me convertí en el trash talker mas asqueroso (o al menos, eso me imaginaba. Visto con perspectiva probablemente nunca dejé de ser un gatito), queriendo jugar a este deporte tanto con la parte mental como con la física. Hice todo esto sin cosechar grandes hazañas pero disfruté cada minuto. Tanto como para tener la poca vergüenza de escribir sobre ello. Y todo esto lo hacía mientras mis amigos me miraban como queriendo recordarme: sabes que juegas al rugby en una liga regional… de Castilla y León, ¿verdad?
Un deporte que empecé con 25 años, en un entorno completamente amateur, que nunca fue más que un hobby, pero que viví como si fuera un profesional de alta competición. Una performance en toda regla, que me permitía ser un desgraciado durante 80 minutos, y al pitido del árbitro irme con esa misma gente a tomar una caña para cerrar otro sábado por la tarde. Al mudarme a Londres, intenté seguir jugando. Seguí disfrutando el deporte pero no llegué a fliparme de la misma manera. Iba, entrenaba y jugaba, posiblemente porque los años ya no acompañaban, y así ya no volvió a ser lo mismo. El recuerdo de mis años de rugby es muy dulce, pero no cruzan tanto mi cabeza victorias, jugadas o resultados como esa experiencia en la que durante todos esos años decidí sumergirme como si fuera real.
Como si fuera real
He performeado tanto cuando quería ser una especie de estrella del diseño como cuando presumía de solo querer ser un fontanero de eso mismo y seguro que sigo haciéndolo ahora, demasiadas fotos de pan casero después (ya escribiré más específicamente sobre Twitter en otra ocasión). He amado y odiado muchas de esas poses que han pasado por mi repertorio y quizás lo que más me ha sorprendido es que ninguna de ellas es incompatible con la verdad.
La pandemia nos ha tirado un paréntesis y ahora, desde el otro lado, parece que mucho de lo que hacía cuando todavía todo era normal, pertenece a una persona extraña, que no necesariamente me gusta. Y sin embargo, me encuentro echando de menos muchos de esos momentos, en el campo de rugby o en la mesa de diseño, porque lo que sí que tengo claro es que aunque aquellos momentos tuvieran mucha pose, las experiencias siempre fueron completamente reales.
Imagino que de ahí viene el «¿esto es todo?» que mi yo de la pandemia habría detestado. Una mezcla entre la nostalgia por ese mundo que dejamos atrás de repente y el no haber tenido tiempo para darme cuenta de todo lo que, nuevo o no, está volviendo ahora que parece que dejamos el paréntesis atrás.