El puto juego del calamar

El actor coreano Lee Jung-Jae en uno de los planos de El juego del calamar

Como ahora lo tenemos que comentar todo sin bajarnos de la hipérbole, del juego del calamar ya hemos tenido que escuchar tanto lo de que es una obra maestra con un fino comentario social como lo do que en el fondo es una mamarrachada que solo disfrutamos porque no hemos visto las suficientes películas o leído los suficientes libros.

El juego del calamar, por momentos, a lo que recuerda es a otra pieza de cultura pop surcoreana igual y putísimamente repetida hasta la saciedad en su día: el Gangnam Style. Una canción, y un videoclip que nos puso a todos a bailar y a sacar un meme tras otro. Aunque la canción se bastaba para ser pegajosa y fiestera, el videoclip se convirtió en el vehículo de distribución perfecto. Una serie frenética de imágenes absolutamente redondas, grabadas y montadas de forma impecable. Hay veces que no hace falta mucho más.

La serie resuena en una frecuencia muy parecida a la de un hit discotequero. No carece de guión, sin él sería difícil tenernos enganchados durante nueve episodios, pero es un exceso querer profundizar demasiado en él. Hace honor a aquello de que el cine (o la tele) debe ser un medio principalmente visual. Cada escenario, personaje o secuencia funciona de manera hipnótica, quizás porque cada uno es a su vez resumible en una captura o un gif que no ha dejado de rebotar en redes desde el estreno.

Igual que el ritmo de un temazo se te puede meter dentro y hacerte bailar o a canturrear antes siquiera de que te plantees si te gusta lo que dice la letra o si es de un género musical que aprobaría tu ‘yo’ adolescente, el puto juego del calamar nos ha puesto a muchos a bailar y canturrear visualmente hablando y lo ha hecho sin pretensiones de una profundidad artificial ni personajes que hablan demasiado. Un buen recordatorio de la fuerza que puede tener una imagen, ella sola o en secuencia con muchas otras. Hay veces que no hace falta mucho más.

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