Existe un Londres distinto del que me habían contado. Un Londres sin prisa, que espera su turno y que coge el ascensor. Un Londres que hasta ayer hubiera afirmado que no existía. “No se ven muchas familias con niños en Londres. Tiene que ser difícil vivir aquí con un bebé”, es una de esas observaciones de muy viajado que habré repetido hasta el hartazgo.
Ayer fue nuestra primera salida en metro con Isabel y al llegar a Green Park ya estábamos en ese otro Londres. Uno en el que no importa la prisa que tengas, que si hay una familia delante tuyo no tienes espacio en el andén para “adelantar” con un carrito. En el que toda esa gente que no está esperando o empujando a nadie, ya abarrota la escalera mecánica mientras nosotros seguimos hasta el final del andén. En el que el padre de esta familia con la que compartes ascensor reconoce a una njña de seis semanas y no sólo está dispuesto a hablar con unos desconocidos sino que nos da la enhorabuena. Como si fuésemos líquidos con densidades diferentes, flotamos en dos capas la gente con prisa y aquellos que ya no podemos hacer planes con nuestro propio tiempo.
Salimos de casa primerizos y orgullosos de habernos atrevido a salir a ver una exposición. De seguir queriendo hacer las cosas de antes incluso llevando a una niña a cuestas. Ni la calle, ni el metro, ni el museo, ni la exposición, ni la comida, ni los cafés, ni el autobús eran los de antes. Volvimos por la noche intentando hilar el caos de la ciudad con el hambre y el sueño de Isabel. Este otro Londres lento, tranquilo, por turnos, nos dejó en unas horas agotados pero felices. Habiendo aprendido mucho para la próxima y aun así seguros de que seguimos sin tener ni idea de nada.