Un instante de verdad

Del vídeo de los Beatles componiendo por primera vez «Get Back» que ha hecho ayer la ronda por los timelines (al mío llegó de la mano de @Arnauti), lo que mas sorprende es la decisión narrativa de contar este instante de atrás hacia adelante, tal cual ocurre. Sorprende por contraste, porque cuando se cuenta la creación de una obra de cierta relevancia, en Internet estamos inundados de contenido que analiza y cuenta ese momento a modo de flashback: desde el momento final y hacia atrás.

Es muy fácil haberse cruzado con ese formato: un crítico, o alguien que aspira a hacer carrera como creador, o incluso los propios autores desmenuzan una obra explicando de manera perfectamente racional y a posteriori el motivo que hace de ella algo excepcional. Suelen ser tan convincentes que parece que la única posibilidad fuera la de haber creado esa película, canción o pintura tal cual es y no de ninguna otra forma posible. Hay ejemplos de sobra, casi todos adictivos y aplicados a cualquier disciplina u obra que se pueda imaginar. Puestos a hablar de la grandeza del arte, no se libra ni The Fast and The Furious.

Si bien se puede aprender mucho de este formato, éste se ha extendido tanto que se corre el riesgo de concluir que la verdad del momento creador responde a un proceso puramente racional. El vídeo de «Get Back» cuenta otra historia. Una historia en la que Paul sale de excursión a una jungla densa con las herramientas justas para abrirse camino. ¿Camino hacia dónde? No se sabe. John y George van con él, acompañándole, posiblemente aburridos pero atentos. ¿Atentos a qué? Tampoco se sabe. Eso sí, cuando lo que iban buscando aparece, ninguno de los tres lo deja escapar. Volviendo a la primera frase de este artículo, se podría preguntar si estamos viendo a los Beatles componer «Get Back» o si sería más apropiado decir que se «simplemente» se lo encuentran.

Ésta no es ni la primera, ni la última referencia a un proceso creativo diferente del que normalmente solemos contar. En un discurso de 2007, Gabriel García Márquez dice esto:

A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté en mi máquina de escribir y empecé: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir durante 18 meses hasta que terminé el libro.

Gabriel García Márquez

Escribo de memoria pero creo que hasta en el mundo del diseño tenemos pistas de algo parecido. No he podido verlo de nuevo para citar adecuadamente pero creo recordar que en El hombre que diseñó España, Cruz Novillo se refiere a algunos de sus trabajos más icónicos como un «afortunado accidente» (o similar). Cualquiera de estos dos ejemplos sigue siendo la historia (y con ello la reconstrucción) que de cada una de esas creaciones cuentan sus autores. Pero algo ocurre cuando en vez de apoyarse en el conocimiento y la razón, cuentan una versión casi mística en la que el propio autor termina extrañado por el origen de su propia idea. Si ese análisis racional que se hace sobre la obra terminada trata de responder de dónde ha surgido una determinada idea, al autor parece que lo que le importa es reconocerla cuando aparece y seguirla hasta donde le quiera llevar sin importar de dónde venga.

Supongo que es muy difícil ver ese corte y tratar de responder con palabras ¿de dónde sale «Get Back»? Pero antes que mil razones o argumentos que al final me dejan frío, prefiero un solo instante lleno de verdad. No me importaría lo más mínimo aplicarme el cuento y buscar más verdad en mi propio trabajo aunque suponga sacrificar un poco de esa racionalidad que tanto nos flipa a los diseñadores.

El puto juego del calamar

El actor coreano Lee Jung-Jae en uno de los planos de El juego del calamar

Como ahora lo tenemos que comentar todo sin bajarnos de la hipérbole, del juego del calamar ya hemos tenido que escuchar tanto lo de que es una obra maestra con un fino comentario social como lo do que en el fondo es una mamarrachada que solo disfrutamos porque no hemos visto las suficientes películas o leído los suficientes libros.

El juego del calamar, por momentos, a lo que recuerda es a otra pieza de cultura pop surcoreana igual y putísimamente repetida hasta la saciedad en su día: el Gangnam Style. Una canción, y un videoclip que nos puso a todos a bailar y a sacar un meme tras otro. Aunque la canción se bastaba para ser pegajosa y fiestera, el videoclip se convirtió en el vehículo de distribución perfecto. Una serie frenética de imágenes absolutamente redondas, grabadas y montadas de forma impecable. Hay veces que no hace falta mucho más.

La serie resuena en una frecuencia muy parecida a la de un hit discotequero. No carece de guión, sin él sería difícil tenernos enganchados durante nueve episodios, pero es un exceso querer profundizar demasiado en él. Hace honor a aquello de que el cine (o la tele) debe ser un medio principalmente visual. Cada escenario, personaje o secuencia funciona de manera hipnótica, quizás porque cada uno es a su vez resumible en una captura o un gif que no ha dejado de rebotar en redes desde el estreno.

Igual que el ritmo de un temazo se te puede meter dentro y hacerte bailar o a canturrear antes siquiera de que te plantees si te gusta lo que dice la letra o si es de un género musical que aprobaría tu ‘yo’ adolescente, el puto juego del calamar nos ha puesto a muchos a bailar y canturrear visualmente hablando y lo ha hecho sin pretensiones de una profundidad artificial ni personajes que hablan demasiado. Un buen recordatorio de la fuerza que puede tener una imagen, ella sola o en secuencia con muchas otras. Hay veces que no hace falta mucho más.

En mi casa, funciona

— How is your day going?

— Good. Making good progress with a design that wasn’t fully working.

— What does it mean that something doesn’t work in design?

Es relativamente fácil pensar si un diseño funciona o no una vez que pasa a producción. ¿Cumple los objetivos? ¿Lo entienden los usuarios? ¿Resuelve el problema que pretendíamos resolver? Pero el compañero con el que tenía esta conversación me preguntaba «por qué no funciona» algo que está todavía simplemente dibujado. A fin de cuentas puedes poner ese botón en el pixel que te dé la gana. Figma no te va a escupir un error como si fuera Visual Studio Code, ¿no?

Lo del funcionar es algo que nos gusta mucho decir a diseñadores (de lo que sea) pero que me atrevería a decir que abunda también en el lenguaje asociado a cualquier disciplina creativa. No es difícil encontrar referencias a historias, escenas, imágenes que funcionan bien, mal y regular. ¿Pero qué estamos queriendo decir con eso?

En mi caso, tengo que confesar, que no estoy más que poniendole un pequeño barniz de racionalidad a algo que no deja de ser un «no me gusta». Un «no me gusta» que no es solamente estético. Un «no me gusta» que bebe de la experiencia y que lo que me provoca es insatisfacción. Un «no me gusta» que también signifca «no termina de estar listo», o «puede estar mejor».

Ya lo sé… Yo también me he leído a la diseñosfera explicar mil veces lo de que «me gusta» no es un argumento válido de diseño. Pero qué queréis que os diga. Creo que los «me gusta» en diseño, aunque suenan caprichosos y muy intangibles, en mi experiencia personal aparecen como algo que, aunque es difícil de describir con palabras, termina siendo inevitable, reconocible pero además entrenable y aprendible. No sé lo que estoy buscando pero en cuanto lo tengo delante lo reconozco al instante; ahí se mueve este gustar que uso como una brújula cuando estoy diseñando.

Valoro mucho todos esos kilómetros de casos de éxito, explicando soluciones de diseño como surgidas de un proceso casi ingenieril, donde parece que todo adquiere su forma y lugar como resultado de una fórmula matemática. Pero a la vez he aprendido a ignorarlos porque no tienen nada que ver con lo que ha venido siendo mi práctica profesional donde, sí, claro que abordo el proceso desde la lógica y la racionalidad, pero consciente de que llevo puestas unas gafas en las que constantemente estoy evaluando ese abstracto y subjetivo que tiene que ver con cómo funciona (o cuánto me gusta) el diseño que estoy a punto de entregar.

La performance

Me pasé todo el primer confinamiento refunfuñando entre dientes cada vez que oía alguna de las variantes de lo de aprovechar esta oportunidad para cambiar las cosas. Durante lo peor del confinamiento yo no quería pensar en cambiar nada. Solo quería que pasara. Poder volver de alguna forma a donde lo dejamos.

Pero ahora, que parece que ya vuelve esa normalidad, me sorprendo pensando: ¿ya está? ¿Esto ha sido todo? ¿Volvemos a hacer lo mismo de antes y ya?

Después de dos años quedándome en casa porque ahí fuera estaba muriéndose gente como para llenar pabellones enteros, los humos con los que me recorría Londres, la relevancia de un proyecto o los detalles de un plan de fin de semana parecen desde aquí una performance extraña. Una especie de baile que salía cada día a ejecutar y que ahora me hace preguntarme «pero ¿por qué?».

Entrenamiento

Me acuerdo de mis días del rugby. Aparte de todo lo bueno que me dio a nivel físico y de disciplina, el recuerdo de mis años de rugby es el de otra gran performance. Ya en la pretemporada empezaba a decir cosas como «esta temporada quiero estar bien fisicamente». A lo mejor incluso mentaba a ese chaval que me estaba quitando el puesto como si el Marca fuese a quejarse el lunes por mi suplencia. En los partidos me convertí en el trash talker mas asqueroso (o al menos, eso me imaginaba. Visto con perspectiva probablemente nunca dejé de ser un gatito), queriendo jugar a este deporte tanto con la parte mental como con la física. Hice todo esto sin cosechar grandes hazañas pero disfruté cada minuto. Tanto como para tener la poca vergüenza de escribir sobre ello. Y todo esto lo hacía mientras mis amigos me miraban como queriendo recordarme: sabes que juegas al rugby en una liga regional… de Castilla y León, ¿verdad?

Un deporte que empecé con 25 años, en un entorno completamente amateur, que nunca fue más que un hobby, pero que viví como si fuera un profesional de alta competición. Una performance en toda regla, que me permitía ser un desgraciado durante 80 minutos, y al pitido del árbitro irme con esa misma gente a tomar una caña para cerrar otro sábado por la tarde. Al mudarme a Londres, intenté seguir jugando. Seguí disfrutando el deporte pero no llegué a fliparme de la misma manera. Iba, entrenaba y jugaba, posiblemente porque los años ya no acompañaban, y así ya no volvió a ser lo mismo. El recuerdo de mis años de rugby es muy dulce, pero no cruzan tanto mi cabeza victorias, jugadas o resultados como esa experiencia en la que durante todos esos años decidí sumergirme como si fuera real.

Como si fuera real

He performeado tanto cuando quería ser una especie de estrella del diseño como cuando presumía de solo querer ser un fontanero de eso mismo y seguro que sigo haciéndolo ahora, demasiadas fotos de pan casero después (ya escribiré más específicamente sobre Twitter en otra ocasión). He amado y odiado muchas de esas poses que han pasado por mi repertorio y quizás lo que más me ha sorprendido es que ninguna de ellas es incompatible con la verdad.

La pandemia nos ha tirado un paréntesis y ahora, desde el otro lado, parece que mucho de lo que hacía cuando todavía todo era normal, pertenece a una persona extraña, que no necesariamente me gusta. Y sin embargo, me encuentro echando de menos muchos de esos momentos, en el campo de rugby o en la mesa de diseño, porque lo que sí que tengo claro es que aunque aquellos momentos tuvieran mucha pose, las experiencias siempre fueron completamente reales.

Imagino que de ahí viene el «¿esto es todo?» que mi yo de la pandemia habría detestado. Una mezcla entre la nostalgia por ese mundo que dejamos atrás de repente y el no haber tenido tiempo para darme cuenta de todo lo que, nuevo o no, está volviendo ahora que parece que dejamos el paréntesis atrás.

Desde la Meseta

Uno de mis propósitos para 2021 era volver a escribir un poco más y ahora, bien entrado septiembre, puedo decir que por poco no lo consigo. Escribir, per se, no es tan difícil y seguro que habré dejado mucho desperdigado entre Twitter, Whatsapp y algún cuaderno que tendré por ahí, pero ese «escribir» que me reclamaba al comienzo del año es uno que termina en un botón que dice «publicar».

Aquí estoy, por fin, y reviviendo un avatar del que ya hablaré otro día.

Un blog

Hace una semana, hablando con JuanRa Martín del bloqueo que tenía para sacar este espacio de una vez, empachado con cualquier nombre o diseño que se me ocurriera para él, me dio el feedback justo que necesitaba: «Está mal que yo lo diga, pero si lo que quieres es escribir, olvídate de la forma y céntrate en el contenido. Ahogarte en lo otro, es la manera perfecta de no arrancar nunca».

El consejo seguía marcando punto por punto lo que he terminado haciendo al final: me he instalado un WordPress limpio en el mismo servidor en el que tengo el portfolio, he cargado el tema «Twenty twenty» (el que tocaba por defecto el año pasado) y me he obligado a estar escribiendo esto menos de una semana después. Y sin embargo, y pese a lo neutro del tema, hay aquí tomadas una serie de decisiones sobre la forma de este mismo blog que son relevantes para mí.

Éste es un blog limpio. Un WordPress que me gestiono yo. Seguramente haya mucho de nostalgia en este enfoque pero echo en falta la fragmentación del Internet con el que crecí. Abrir esto en Medium o en Substack no era para mí una opción. Alguna de las ideas que me gustaría explorar tiene precisamente que ver con cómo esa excesiva plataformización del contenido en Internet nos está haciendo olvidar, no sólo que se pueden hacer las cosas de otra forma, sino que nos viene bien recordar cómo hacerlo.

Además, este blog es libre. No quiero ni cafés, ni patrones, ni suscripciones. No quiero convertir este espacio en un caso de éxito del growth hacking. Quiero concentrarme en una dinámica muy sencilla: yo escribo de lo que me da la gana y tú lees todo lo que te dé la gana. Para suscripciones tienes el RSS, y si lo quieres recibir en tu correo electrónico… pues supongo que me tendré que instalar un plugin. Llegado el caso, ya me lo miraré.

La meseta

La Meseta ha estado a punto de ser el nombre de este blog. Escribir desde la meseta, para mí tiene un poco de reivindicar mis raíces, pero sobre todo tiene mucho de un momento en mi relación con todo lo que veo o leo cada vez que abro el ordenador. Es una planicie en la que me agoto de pensar en una mezcla de estímulos, a priori, contradictorios: todo es nuevo en todo momento en Internet, y sin embargo tengo la sensación de que ese ruido blanco de novedades constantes está cogiendo forma de meseta.

Me agobia la sensación de encontrarme con los mismos temas, abordados una y otra vez. Las mismas voces, planteando las mismas dicotomías y dejándole el altavoz sólo a quienes vayan a seguir la partida sin salirse del renglón.

Esta sensación posiblemente diga más cosas de mí mismo que del panorama en general. Si los debates de siempre siguen ahí, debe ser porque hacen falta. Pero me niego a pensar que no hay en todo esto una nueva hornada de talento, palabras o diseño dispuestos a señalar a terceras, cuartas o quintas vías, que muestren que las dicotomías rara vez son tales.

Escribir desde la Meseta es dejar de quejarme. Es dejar de poner en otros la responsabilidad de lo que yo echo en falta. Es salir y ponerme a buscar yo mismo.